El sabor del té Earl Grey

Patricio Cerminaro
4 min readJan 20, 2021

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La primera vez que vi Los Simuladores no la recuerdo: era demasiado pequeño. La segunda, sí. Fue un verano de hace bastante. Encontré, primero, un capítulo perdido en YouTube. Estaba subdividido en dos o tres partes. No era el primero de la serie pero sería el segundo o el tercero. Ese verano fue corto: duró los tres días que me tomó ver todos los episodios. A partir de ahí fue todo cuesta abajo: nada se pareció, entonces, a esos buenos ratos frente a la computadora. Durante horas vi a Santos preguntar “fuego, ¿tiene?”, durante horas vi las historias tratando de entender cómo funcionaban, por qué fulano decía tal cosa pudiendo decir tal otra, por qué todo encastraba tan perfectamente como si allí hubiese actuado el destino: ni el destino, sospecho ahora, podría crear un mecanismo tan perfecto.

La primera tarde, lo recuerdo bien, vi un capítulo en el que por motivos para mi olvidados, Santos pide un té. Están en un bar y el hombre quiere lo suyo: “Earl Grey, ¿tiene?”. Lo decía, según recuerdo, con la voz que pide fuego, algo delicada y al mismo tiempo terriblemente cortés. La moza miraba desorientada como yo miraba desorientado. Hay veces en la vida en que las cosas llaman incluso sin declararse. A mí, el té me llamaba. No había entendido bien qué había dicho el tipo y entonces pronto lo Googleé. No me detuve en entender de qué estaba hecho: simplemente quería tomarlo. Tal vez porque pensé que así bebería lo mismo que Santos y entonces pensaría lo mismo que Santos. O tal vez porque creí que eso me haría ver sofisticado en alguna reunión, en algún encuentro: ¿qué encuentros tan importantes pueden tener los nenes de doce años?

En fin.

Esa misma noche esperé a mi madre pacientemente. La esperé en la comida, en el postre y la sobremesa. A eso de las once yo acostumbraba a tomar un té con algo dulce, algo así como un post-postre: esa es tal vez mi mejor invención. Cuando ella me preguntó si, como siempre, quería mi té le contesté que claro y le pregunté: “Earl Grey, ¿tiene?”. En realidad estoy casi seguro que la situación fue más torpe, más como “mamá, comprame Earl Grey”, aunque no podría asegurarlo: cosa linda, la memoria, que acomoda las cosas. Ella, como la moza, no supo qué decirme y yo no supe qué explicarle: sólo supe que lo quería. Esa noche tomé un té común. La noche siguiente, sin embargo, ya no: con una caja amarilla llegó ella, con la promesa de la delicia, del aroma de la ficción, de lo apenas amargo, de lo apenas dulce. No me gustó, cuando lo tomé, pero seguí bebiendo: tantas noches bebí que ese té es para mí el aroma de una época.

Tiempo después, sin embargo, dejé de frecuentarlo. Lo reemplacé por café, por café con leche, por leche pura: ya no tomo té, casi nunca.

Hace algún tiempo, sin embargo, hice un viaje. Y en ese viaje me hospedé en hoteles. Y esos hoteles me ofrecieron el cheque en blanco del desayuno libre. Yo, que soy muy medido, comí todas las mañanas sólo lo que necesitaba y bebí con igual régimen: si lo voy a comer, lo agarro y si no, no. Tal vez debí haber sido más vivo: Dios sabe cuándo se volverá a ofrecer un gran buffet en los desayunadores.

Lo único que agarré y que no usé fue un saquito de té. En un envoltorio azul con transparencias, el té de la Reina promete una verdad como no hay otra. Si hay un Earl Grey, ese este: no se aceptan imitaciones. Lo agarré no sintiéndome un ladrón sino un conquistador. Como si ese sabor me perteneciera solo a mí lo guardé sin culpa en el bolsillo de mi campera, a la carrera, mientras volvía a la habitación. Y allí quedó: de mi bolsillo pasó al bolso y del bolso al avión y del avión a mi vida. A más de un año, todavía no lo bebí.

Hace algunos días tuve una idea. Suelo tenerlas: me llegan desprevenidas. Pensé que podría escribir la historia de un personaje que crea plazos fijos de sensaciones. Podría ser banquero o economista, como para dar contraste y decir que lo que hace con la guita lo hace con las emociones. Pero eso es lo de menos. La cuestión es que el tipo abordaría los consumos con fines utilitarios: sabiendo que pronto le traerían dividendos emocionales. Lo que bebía este año insistentemente sería un ancla de recuerdos cuando, pronto o no tanto, retome ese hábito. Entonces deliberadamente comería alfajores todas las noches durante un mes para que, tal vez en unos años, el gusto de un alfajor le traiga a la memoria esa buena época.

Ahora pienso que tal vez ese personaje sea yo. Tal vez estoy ahora frente al té como si tuviera frente a mi una promesa de memoria, una potencia de recuerdo. Pienso que lo mismo le pasaría a Santos si retomase tiempo después su habano: en el humo se conjugarían los tiempos de otro tiempo, igual que podrían conjugarse frente a mi los recuerdos en el vapor que sale de la taza a la temperatura justa.

Por mucho que quisiera volver a otros días, todavía no tomé mi té. Me gustaría recuperar mi piel de antes, mis pies al aire, el calor que llegaba de la ventana, el ruido del ventilador cuando vibra, un capítulo de Los Simuladores en la pantalla, una sensación de futuro. Sin embargo, también dudo: es cosa misteriosa, la memoria y sus dobleces. Temo que aquello que recuerdo sea invención y, de hecho, estoy seguro que lo es. Y entonces pienso en todo lo que traerá la marea, en todo lo que devolverá la memoria al calor del sabor inglés. Será cuestión de valentía, entonces, o de paciencia: después de todo, traiga lo que el aroma traiga, el recuerdo siempre será olvidado de nuevo. Para bien o para mal.

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