La ética del azar

Patricio Cerminaro
5 min readJan 17, 2021

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Diría que el chinchón es un juego más bien neutro. De entre los juegos de mesa, el del medio. El que no dice nada, pero entretiene. El que nada enseña: como si los juegos tuvieran que enseñar algo. Qué manía, la nuestra, de querer siempre una moraleja. Si en el ajedrez se juega la estrategia y en el truco la viveza, en el chinchón se juega el tiempo. El paso del tiempo: con cierta destreza podrían jugarse mil partidas como si fueran solo una.

Aprendí sus reglas hace muchos años. Fue, lo recuerdo, en una casa del Tigre. Se me enseñó con una versión reducida, de tres cartas por mano. Yo era chico y encuentro dos razones más o menos lógicas para que así haya sido: mi cabeza no daba para tantas cartas y mi mano de infante, tampoco. En ese momento me pareció que la disposición era mucho más la del truco, porque la tríada de españolas es su signo universal: vean una mano sosteniendo tres cartas y sabrán a qué juegan los que juegan. Pronto pude migrar a las cinco y finalmente tuve el honor de portar las siete. En mi familia nunca me destaqué: he sido criado por excelentes jugadores de chinchón. Especialmente mi abuela: ella tiene una destreza para mi desconocida. Eso me curtió para el afuera: cuando juego en serio, mato. Soy rápido como un pistolero de escaleras, encuentro los pares como si se me imantaran en la mano. A mi abuela, sin embargo, todavía no pude ganarle.

Esa habilidad heredada -aprendida- me ha traído algunos problemas. Generalmente con gente querida, por cierto. Ocurre que el chinchón es un juego de vacaciones y en las vacaciones uno más que discutir quiere disfrutar. Y ganar como yo gano no se parece al disfrute. Yo, que soy más bien tranquilo, descarto cartas en el juego con velocidad de metralleta. Y las levanto como si me pertenecieran. Huelo sangre como un tiburón ludópata: si advierto que mi rival se lleva muchos puntos soy capaz de cortar en la primera mano, aunque eso me hunda a mí también. Por eso hace mucho decidí ser más bien bondadoso: jugar como si no jugara, darle espacio a las cartas para venir imprevistas, no pensar demasiado. Jugar como si el tiempo me perteneciera: no hay apuro para cortar.

Eso me llevó a situaciones como las de hoy. De tan bueno terminé por ser desleal. Porque ella mezclaba y yo mientras me derretía en la silla ganaba ángulo de visión. Y sobre el fondo del pilón vi el comodín y con el comodín vi la promesa de una partida ganada. Ganada para ella. Creyéndome el dueño del mazo corté donde, creí, era el punto exacto para darle a ella la carta ganadora y dejarme a mí lo que tocara, imprevisible. Mientras repartía, calculé: una para ella, una para mí. La quinta -sabía- era la establecida. Y por algún motivo terminó de mi lado. La vi deslizarse por la mesa de madera como si dijera mala suerte, pichón o buena suerte, pichón: ver el comodín en mi mano fue la desgracia menos pensada. Y como es potente el azar y su juego perverso, el asunto se había duplicado en mi mano: ya no tenía uno sino dos comodines.

Con voz fingida comenté al aire: “un paisanito de cada pueblo”. Así me había enseñado mi abuela y así repito todavía cuando tengo buenas cartas: una mentira piadosa, para relajar al rival. Me desesperé, pronto, por aclarar las cosas. Por decir no sabés lo que pasó, por explicar “es que quise darte el comodín a vos, perdón”. Quise esperar a que terminara la mano para no condicionarla, para que ella jugase con soltura, la misma soltura que ya no tenía: cómo podría tenerla si estaba en medio de una doble trampa, de una doble traición.

Por un momento pensé que tal vez el azar me castigaba: me daba más de lo que merecía como los japoneses que cuando hacen huelga trabajan el doble. Después pensé que, por el contrario, me premiaba: el simple hecho de hacer trampa, aunque sea para beneficiar al otro, era razón suficiente para darme algo con qué ganar. Al azar le gustan los que meten la mula, pensé para adentro. Y pronto mi cabeza trabajó más, trabajó mejor. Dije que no: que el azar no juega ningún papel, ni perverso ni deseable. Dije que no: que no hay voluntad en su aparición. Dije que el azar es amoral.

En la misma casa del Delta de Buenos Aires donde aprendí a jugar al chinchón vi por primera vez la película Match Point. Nunca había visto nada de Woody Allen y, en ese momento, me pareció sensacional. Tanto que esa misma tarde pedí una pronta excursión al Parque Rivadavia, donde algunas semanas después terminé comprando un DVD trucho de la película y algunos otros bodrios más: si comprabas tres salía casi lo mismo que comprar por unidad. La repetí, durante meses, en mi televisor. Me aprendí de memoria los diálogos y me grabé los labios de Scarlett Johansson. Sin embargo siempre he tenido el don del olvido: no importa cuántas veces vea una película, sé que voy a olvidarla tarde o temprano. Entonces ahora hay muy pocas cosas que pueda decir sobre ella. Pero sí recuerdo su punto alto: el anillo vuela en el aire y golpea, traicionero, contra el barandal. Y entonces: la desgracia. Y entonces: lo que no debió ocurrir, ocurrió. El azar jugó su juego secreto y ganó. Jugó su ética, explicó cómo deberían ser las cosas en la balanza universal del debe y el haber moral.

En ese momento me pareció espectacular.

Ahora, tal vez quince años después, comento en el aire mi crimen. Digo quise darte el comodín y me salió mal. Digo: me salió tan mal que me tocaron los dos. Por eso discutimos brevemente sobre bondades y debilidades de esa traición y por eso escucho argumentos sobre por qué es lógico y por qué ilógico lo que acababa de suceder. Tal vez se te premió. Tal vez se te castigó. Mientras tanto yo entraba de nuevo en mi espiral: no hay nada como el azar. Y yo ya dudo: no sé qué hay detrás de él. No creo en su mandato moral pero tampoco podría negarlo: tal vez por mi propensión al misterio deseo creer que sí, que más allá del comodín hay una moraleja, algo que puede ser visto.

La voz me saca del pensamiento.

— ¿No te pasa que cuando te toca el ancho de espada te sentís poderoso, aunque estés jugando al chinchón?

Ensayé, entonces, un comentario distraído: tendríamos que jugar al truco con las cartas que nos tocaron. Y entonces entendí: si el azar viene a contar la trama secreta de las cosas, la única vía de escape es romper los juegos, jugar lo propio. Jugar al truco con siete cartas: qué aventura.

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