Las horas brujas

Patricio Cerminaro
5 min readFeb 14, 2021

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Hay horas, como esas horas, que son horas brujas. Brujas, son, digo, ¡brujas! Brujería de la noche y del día y por eso ni noche ni día. Esas horas, digo, las que ponen las cosas en fila. El sol en fila, una fina linea de delicadeza y luz. Frente a mí, la luz, su luz, en fila: en las horas brujas el sol está lineal. Es una línea apenas mínima sobre el horizonte. En verano, como estos veranos, se pospone el momento. Pero llega, porque los momentos llegan. Inexactos, sin embargo, por la propiedad del tiempo de subdividirse hasta su disolución casi total. Casi total como casi totalmente caía el sol, ese día: caía y era imposible determinar cuándo había caído. Por su propiedad, insisto, la subdivisión: siempre se puede fraccionar el tiempo y entonces, la caída. Del sol, la caída, digo: se puede fraccionar. Como estaba fraccionándose el día, entonces: de aquí para allí, día; de aquí para allá, noche. Pero ahora: ni día, ni noche. Simplemente… horas brujas.

Y allí estábamos nosotros. Con otra brujería. Para mí, la electricidad es nuestro mejor hechizo. O de los mejores, en todo caso: se me ocurren otros que no vienen a cuento. Pero la electricidad: cosa misteriosa. Para mí, que soy un nulo, un neutro: que no se me pregunte cómo funciona. Yo, pregunté: cómo es que ese cable le da energía al otro. “Con su magia” escuché que se me respondía, aunque eso no se me dijera: aunque se me explicó exactamente cómo y porqué yo sólo escuché “con su magia”. Porque esas palabras escondían cosas que yo no podía ni siquiera empezar a entender. Y lo que no se entiende, magia es. Y yo no entendía. Cómo era que ese cable, el azul y el rojo, iban a terminar por encender el motor viejo del auto viejo, no lo entendía. Pero ahí estábamos, nosotros: viendo la energía pasar. O no pasar: no sabemos. Porque la magia tiene su ocultación y su celo: si ocurre, ocurrirá en revelación. Y hasta entonces, nada. Suceso, quietud: lo mismo es suceso y quietud cuando lo inexplicable hace lo suyo, su gracia. Y frente a mí, los cables hacían lo suyo.

Yo estaba parado en esta porción del mundo. Esta porción que está más alta que el sol, si es que eso es posible. Y lo es. Desde aquí lo veo caer. Cae lento. Como lento va la energía, de un coche al otro. Cae lento pero cae. Y la energía: lento, pero va. Y se derrite sobre el mundo la energía del mundo: quiebra el mundo en dos y la línea es cada vez más delgada, ¡delgadísima! pero se sigue viendo. Y entonces la energía, de coche a coche, todavía corre… ¿corre? así pregunto: ¿corre, la energía, de coche a coche? Se me explica que eso lo sabremos pronto. Muy pronto. Lo que tarda la llave en dar media vuelta: lo que tarda el mundo en dar mucho menos que eso.

Y se da, entonces, la vuelta: nada. La magia, traicionera: también es magia aquello que se anuncia y sin embargo ya no está. Todo es magia, magia, magia, ¡empiezo a desvariar! todo es magia en esta hora bruja. Pero no, todos por aquí sabemos que no. Sabemos que las cosas son física, ciencia, teoría. Y si el sol anuncia su finísima línea es porque la tierra gira su lentísimo giro. Y si la electricidad no corrió es porque el cable está cagado, o es muy viejo, o es muy angosto, o el auto está cagado, también puede ser, porque es muy viejo, viejísimo es. Y entonces una solución que tampoco entiendo. Hacer correr el auto. Que corra: como si tuviera memoria de uso, que corra largamente. Tal vez así recuerde: si le hacemos creer que anda, tal vez andará. Y estamos pendiente arriba. Creo haberlo dicho: desde aquí arriba estamos más alto que el sol. Y entonces tenemos pendiente: de aquí al infinito, todo pendiente. La pista de despegue del auto viejo, deselectrizado pero prontamente memorioso: cuando caiga por la el camino inclinado el auto recordará su sagrado propósito. Y entonces, a empujar. A sacarle los cables: la operación ha sido un fracaso. Necesita un shock, el bicho, ¡un shock! ¡adrenalina! que caiga, el auto, que caiga. Propongo subirme, manejarlo, gobernar su caída como si yo pudiera hacer algo: en realidad es sólo un gesto de cortesía. No quiero subirme: ¡el infinito que allí a lo lejos se anuncia me aterra! Porque estas son horas brujas y en las horas brujas mejor la quietud. No estas maniobras arriesgadas, no. Mejor, quietud. Pero nosotros no estamos pensando en eso, después pensaremos en eso. Ahora pensamos que el auto tiene que arrancar o arrancar, que la pendiente tiene que funcionar y va a funcionar. Entonces lo acomodamos. En este punto cero del recorrido, lo acomodamos. Sentimos cómo se mueve el semáforo: a lo lejos ya vimos el rojo atardecer y ahora el amarillo. Verde, no habrá. El verde es nuestra voz diciendo ahora. Y lo decimos: ahora. Y empujamos. Le cuesta salir, al auto. Es como si estuviese esperando algo. A veces las cosas tienen su misterio y es un misterio inquebrantable: tiene sus razones más allá de las nuestras. Y el auto, las tendría. Por eso se demoró. Por eso cayó un segundo tarde, que terminó por ser un segundo necesario. El sol caía definitivo. Y las horas: brujas. Y entonces la pendiente magnetizaba al coche en su recorrido. Al coche negro se lo llevaba. De a poco, primero y luego muy veloz. Caía por la pendiente como si el coche fuera la pendiente. Igual que caía el sol como si él fuera su trayectoria: el sol es también su trayectoria. Y son inquebrantables las caídas: son inquebrantables sus destinos de caer. El coche caía igual que el sol. Que cayó: el sol, cayó. Finalmente. Justo cuando el auto se perdía en la oscuridad y en su negrura: en las horas brujas, las cosas se confunden con las cosas. Y noche y coche ya eran sólo uno.

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