Limpiar las cosas por completo

Patricio Cerminaro
5 min readFeb 9, 2021

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El gusto está en la boca. No en las cosas, en la boca. Como está el sonido en los oídos y no en el parlante. Como está la textura en mis yemas. Soy yo el que siente, como sos vos también quién siente. Creamos, creo, todo el tiempo nuestro entorno: somos los que construyen lo sensible.

Esto lo noté recién ayer. O ya lo sabía y lo recordé: saber también es inventar qué se sabe o se supo. Y yo supe. Lo sentí: qué distinto es el sabor de las cosas cuando parecen infinitas. Será porque la eternidad es más rica que lo breve o porque es más dulce lo que parece eterno: qué más da. Lo cierto es que yo tenía encima un tarro lleno de chocotorta y entonces comía, comía como si no tuviese fin, comía como si fuese la última comida del mundo y fuera mía e interminable también. Como si se llenara solo el recipiente, comía: ¿una cucharada más? seguro, siempre puede darse una cucharada más. Y qué rica estaba: mucho más rica que anoche, cuando me la serví en un platito. Ay, qué pobre: ¡pobrísimo! Porque cada bocado era el último, era el último sin ser el último porque, ojo que se termina, disfrutalo: se termina.

Acá no. Con su exageración encima podía comer como si no tuviese fin: como si la torta y mi estómago no tuviesen fin. Y entonces taca, taca, para adentro dulzura mía: qué rica, qué bien me sale este postre. Conozco sus detalles, la mezcla justa de los ingredientes. Lo sé porque lo voy haciendo a ojo y en los ojos también está el sabor, mucho más que en la lengua, a veces.

Y me engañé, sin embargo, me engañé. Porque la teoría es cosa linda y divertida, pero cosa falsa casi siempre: mucha palabrería pero de bocado en bocadito se me va la vida o el postre, que a estas horas es casi lo mismo. Y frente a mí pronto no tuve nada: pasé como se pasa de la infancia a la adultez y de allí a la decrepitud; con la asombrosa capacidad del tiempo que pasa. Pero no era el tiempo sino mi boca, insaciable. Ya me había comido todo.

Y miré más fijamente y dije no, todo no: queda todavía lo que parece que no está. Lo que ya es recubrimiento, lo que ya es resto y desecho. Lo más rico, para mi gusto. Rascar, con la cuchara, lo olvidado. Lo que se confunde entre plástico y chocolate: ay, qué pasión la de limpiar despacito y prolijamente lo que creyó que iba a salvarse de mi boca. No esta noche, le digo a las miguitas: en estos horarios brujos todas las cosas parecen animadas. Y no me responden, sin embargo: será por miedo, por timidez o porque ya me las tragué. Son cosa mía las miguitas, ahora. Y ahí hay más: no se preocupen, voy por ustedes. Es lenta la tarea del que limpia el fondo de las cosas. Poco grata, también, porque parece que es eterno, el trabajo. Y lo es. De vez en cuando se consigue un botín de cierto interés y zam, me lo mando, aunque poco feliz: nada es como la primera cucharada. Estas están poco cargadas y entonces tienen poco sabor. Por mucho que mi boca me engañe, lo sé: tienen poco sabor. Pero insisto porque hay un temita con lo que parece que se termina: ay, qué complejo nuestro, el de los finales. Siempre se pueden postergar un poco: cinco minutos más, por favor. Y entonces insisto, trac, trac, ya rasco el fondo. Un fondo que siempre tiene otra capa: trazar una línea crea dos nuevas líneas, lindantes, más minúsculas; más para levantar.

Y entonces pensé. Mientras levantaba las miguitas, pensé: de vez en cuando, pienso. Imaginé lo que pasaría con aquel que logre, finalmente, la tarea imposible. Porque estoy seguro que hasta ahora nadie lo hizo, porque -insisto- es imposible. Levantar el último resto del todo. Qué pasará con aquel que limpie las cosas completamente: que las limpie verdaderamente, para comerlas. Porque están ricas, tan ricas, que no pueden desperdiciarse. Porque hay hambre, tanta hambre, que eso no puede tirarse. Lo mismo da: al genio no le importan razones. Porque ya lo resolví: tal vez funcione como una lámpara, el asunto, como una magia. El secreto de las cosas tal vez surja de la terminación de las cosas: tuvimos, frente a nosotros, el objeto que reparte deseos y no supimos aprovecharlo. Y entonces limpio, limpio más, limpio mejor. Con la cuchara le doy: insisto. Paso su borde por el costado y también su filo. Cambio de posición: si antes la agarraba sutil con los dedos índice, medio y pulgar, ahora la tomo como si fuera un instrumento importante, que no se me puede escapar. La agarro fuerte. Pronto la descarto, porque ya no me sirve. Al genio se lo debe llamar con cierto salvajismo, entregando también cierto decoro en el camino. Con las dos manos levanto el recipiente, me lo llevo a la boca. Paso la lengua, la paso insistentemente. No llego bien a los bordes y por torpe me mancho los cachetes. Tengo ahora una sonrisa de chocolate: soy como un joker de chocolate. Pero no me río, porque estoy metido en algo profundo. Profundo como el recipiente y su fondo: no llego con la lengua y los dedos no son tan útiles. Los paso, paso toda la mano. Busco los detalles subatómicos de lo imposible: tengo toda la noche para limpiarla. Paso rato, entonces, rato largo, ¿horas? puede ser. Dos horas, tres horas, cuatro horas, ¿qué importa el tiempo cuando se anuncia la inminencia de la revelación? Porque estaba limpito, ya, el asunto. A plena vista se veía muy plano, casi plano: mis dedos y mi lengua dejaban un rastro que también debía ser limpiado. Porque el genio no admite excusas: aparece cuando es puro lo que puro debe ser. Y yo dejaba mi impureza y entonces más tarea: ah, qué agotador ser Aladín.

Otra hora, dos horas, tres horas. Yo ya encontré la técnica y soy prolijo, prolijo como nunca supe ser. Y pronto lo vi: hay un instante en que la fantasía es tan inminente que se nota en el aire. Se nota en el ambiente, que cambia de golpe. Se ven distintas las cosas alrededor: cuando la magia ocurre, todo se ve distinto. Como se veía distinto ahora. Porque una luz crecía. Me venía de atrás y yo dije, chan, qué maestro. Logré lo inimaginable, lo que solo yo pude imaginar. Y por eso lo logré: a veces basta con soñar. Como soñar como yo debí haber soñado y no soñé. Porque la noche se me había ido, me la había comido un bocado a la vez. Y de atrás el sol ya me bañaba: cómo cambian las ideas cuando el día ya se anuncia. Frente a mí tenía un recipiente vacío y una cama desecha. Miguitas, había, en todos lados. Mis manos eran negras, marrones, pegajosas. Y en el aire había olor a saliva y cacao. Todo eso apenas pude verlo: los ojos ya se me cerraban y el sol ya me bañaba todo. Y el genio todavía estaba encapsulado en el fondo de las cosas.

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