Lo que pasa de noche

Patricio Cerminaro
4 min readFeb 21, 2021

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Día cero — Me despierto de madrugada, como siempre. Tengo una idea, de las buenas. Estiro la mano derecha, busco el celular para escribirla: es tarde. El movimiento me distrajo. Afuera, casi nada. Igual que en mi cabeza: la próxima vez debo ser más rápido. O más lento.

Día uno — De madrugada, de nuevo. Esta vez, sin ideas. Así es mejor: no tengo nada que perder. Un pie ya está en el suelo. El otro, también. Ya están los dos en la heladera, frente a la heladera, casi dentro de la heladera. Conjuro un postre con los ojos. Lo hago bien: el postre, aparece. Tiene una cuchara clavada, ¿por qué tiene una cuchara clavada? ¿quién le dejó una cuchara clavada? Pronto, tengo miedo. De no poder sacarla, tengo miedo. Imagino qué pasaría si eso ocurriera. Si yo no pudiera ni nadie pudiera, sacarla, a la cuchara, digo, si nadie pudiera sacar la cuchara del postre, ¡la cuchara excalibur! Y entonces la dejo allí, clavada, latente, disponible para otro: yo no quiero ser el rey de esta heladera.

Día dos — Afuera llueve. Adentro, madrugada. Afuera llueve de madrugada. Hoy no voy a ir a la heladera. Cuando revisé, ayer, la cuchara ya estaba libre: de su hechizo, libre. Tal vez anoche exageré. Trato de dormirme. No puedo: hay algo que me revolotea. Porque hoy –ayer- fuimos a la verdulería. El buen hombre me ofreció uvas. Las comí. Él se comió una ciruela. Dijo que estaba jugosa. No era necesario: su sangre le corría por la comisura derecha. Yo me arrepentí de comer mis uvas. Estaban ricas, igualmente. El problema no fue ese sino otro. Teníamos, nosotros, el número 87. El turno, digo, era el 87. Y lo entregamos, al hombre que me dio las uvas. Todavía no me había dado, las uvas. Y nomás vino otro tipo, distraído, reclamando: tengo el 86. Y entonces fue atendido: da lo mismo, no hay apuro. Pero qué cosa, los números. Desordenados, quedaron. En este orden: 84, 85, 87, 86. Y ahora tengo miedo. Más miedo que anoche, creo. Imagino los problemas que ocurrirían si ese gancho de verdulero fuera un gancho verdadero de los números verdaderos. Y entonces, ¿qué? El desorden universal. Puede ser. Ahora, un nuevo orden: los números se establecen según los enchinchamos día a día.

Día tres — No puedo dormir. La lluvia de anoche levantó el calor y los bichos, que revolotean afuera de la ventana. Tengo la luz prendida y por eso revolotean más. Es que estoy haciendo un dibujo, de lo más sencillo, pero dibujar con la luz apagada no puedo. Entonces prendo la luz y vienen más bichos. Tal vez alguno pueda ayudarme con esto. Durante el día salí a caminar. Y en el piso vi un tornillo. No importa: en el piso a veces hay tornillos. Y envoltorios de alfajores y forros usados y latitas de cerveza y el rastro del humano. No me importa ver cosas. Más me importa ver las cosas repetidas: unos metros más adelante –digamos, quinientos metros- vi otro tornillo. Idéntico, copiado, replicado. Otro tornillo: el mismo tornillo. Y lo dejé pasar, no le llevé el apunte. Pero ahora no puedo dormir: ¿y si trazan, esos tornillos, una línea hacia algún lado? Hacia dónde, no sé, creo que no me importa. Más me importa saberlo: ¿están señalando algo los dos tornillos en fila?

Día cuatro — Me desperté para ver la hora. Hoy estoy durmiendo bien. Pero ya no, porque vi la hora y desbloqueé el celular. Y entonces leí algo que escribí en la conversación conmigo mismo, que es donde escribo las cosas. Dice así:

Hoy vi a mi yo de 40 años

Y no me pareció raro

Me hizo acordar a cuando

Me vi de niño, hace no tanto

Según dice acá, lo escribí hace una hora. Pero no lo recuerdo, para nada: no lo recuerdo. Y tiene sentido: en el mensaje embotellado, me encuentro conmigo mismo. Un yo secreto: ¿de qué otra forma podría ser “el yo”?

Día cinco — Afuera, silencio. Adentro silencio mío, que es más o menos así: no me puedo dormir, no me puedo dormir, no me puedo dormir. Y pido silencio, para mí, como el de afuera. Y en eso recuerdo que tuve una idea, la otra noche. Un hombre discute, ¿con quién? No importa. Cuestión que quiere silencio, ¡pide silencio! Y en eso recuerda. Como yo recordé, recuerda: toma la billetera y saca una tarjeta. Se la dieron en el pueblo, en el subte, en la fiambrería: esos detalles, que yo no conozco, son los que hacen buenos a los cuentos. Yo no tengo un cuento, tengo una idea. Y por eso no tengo casi nada. Cuestión que la tarjeta dice: “El silencio” y unas coordenadas. Se sube al auto, el buen hombre y va. Y llega. Ahora se me ocurre que el punto prometido puede ser en lo alto de una montaña, tal vez, un lugar donde deba llegar a pie, introspectivo. Y en ese punto, saltar, al abismo del silencio, saltar. Se me hace muy obvio. Por eso no escribí el cuento, después de todo, por eso olvidé la idea, también. Pero no tanto: por las dudas, me levanto y abro la billetera.

Día seis — Estoy agotado: subir la montaña fue agotador. Arriba no hay silencio. Hace frío, también. Voy a dormir acá, esta noche.

Día siete — Ya estoy de vuelta. Dormí bien, pero me desperté temprano. Encontré esta nota escrita en mi celular, al horario de las 2:44am. Dice así: “es adoptar es dejarse agacarrar por la vida; dejarse atrapar por el perseguidor” (sic). No tengo ni idea qué quise decir.

Día cero, de nuevo — Me despierto otra vez, súbito y recuerdo la idea: la anoto y soy más rápido que el olvido. A la mañana me despierto y la leo: la idea no tiene sentido. La escribo igual.

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