Nuestros juegos olímpicos

Patricio Cerminaro
6 min readJan 29, 2021

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Una vez cuando era chico hice otra pregunta sin respuesta. Lo hice en silencio, como se hacen las preguntas valiosas. Lo hice sin hacerlo, sin formularla realmente, lo pensé para adentro sin pensarlo acaso. Quise saber, en ese momento breve, si ya estaría construida la casa donde moriría. O tal vez pregunté si existía ya la casa donde amaría o la persona dueña de mi amor. En todo caso tenía yo, mi joven yo, algunos sesgos que no vale la pena discutir ahora. Diré solamente que si ahora debiese elegir, jamás eligiría morir en una casa.

Sea como sea: desde entonces tengo cierto gusto por esas preguntas del destino. De algún modo pienso que cuando los caminos de las cosas y las vidas confluyen a su punto culmine, el tiempo se parte en dos, en dos porciones íntimas e irrepetibles: pueden ver, los destinados, el pasado de aquel que encontraron. Entonces dos amantes llamados a encontrarse verán en retrospectiva su historia y sus decisiones. Y dos espadachines tal vez tengan flashes de sus días felices mientras brota la sangre de su espada o de su vientre, según se desarrolle la batalla. Tengo un gusto, entiendo, por la teleología barata. Todo intento por reconstruir los pasos que ponen las cosas en su lugar es una invención, una forzadura, una literatura de las más torpes.

Anoche, sin embargo, construí ese relato: anoche, por primera vez, maté.

“No la mato” pensé para adentro, un instante antes. Jugábamos, nosotros, al truco y en la mano decisiva mis cartas eran flojas igual que era floja mi cara de mentiroso: nunca se me dio esto de las apariencias. Entonces pensé en la frase pero mentí como mienten los que no saben: con la voz firme, como diciendo acá hay puro transparencia, acá hay nada más que lo que ves. Íntimamente sabía que la partida estaba perdida y que sólo podía ganarse con el doblez del juego, que es la palabra empleada. Nosotros, que jugamos a las cartas en una mesa de poker, somos más bien calladitos: es difícil no serlo cuando se juega de a dos. Sin embargo es menester establecer alguna charla porque, de otra forma, el juego termina pareciéndose a aquello que sugiere la mesa: como si el ambiente transformase la realidad, callados nosotros jugamos un truco apokerado, un poker trucado. Y entonces empleamos las mejores armas de los dos reglamentos: con las cartas atacamos y con los silencios mentimos. Porque el silencio no es el negativo de la palabra sino su superación: es su síntesis, el silencio.

Y en este caso ni siquiera existía: la quietud de la casita y del barrio de montaña la suspendíamos con canciones rusas, las dos o tres que conocemos. Sonaban, de fondo, la de Rasputín y esa que dice Moscú, Moscú. De algún modo estábamos en nuestros íntimos juegos olímpicos. La música de aliento nos envalentonaba, nos proponía la épica del deporte y los atletas, que éramos nosotros, atletas flojos, desentrenados y mal comidos: en la mesa ya habían los restos de una pizza, apenas los bordes que yo, el carroñero, pronto terminaría por comer de a poco. Los deportistas como nosotros necesitan también su combustible.

Pronto, lo necesité.

La teleología, entonces. Esa noche hubo pizza: eso ya estuvo establecido. La pizza se hizo con masa comprada pero salsa casera: en una sartén se preparó el tomate y su condimento. Y esa sartén debió ser lavada debidamente con agua tibia y secada boca abajo, para que no juntase óxido ni gotitas tardías. Así fue, entonces. En un rincón de la mesada, el instrumento descansó enseñando su reverso. Un reverso plano y apenas curvo. Mostraba su material curtido a tiempo y fuego. Yo, que sabía que no podría ganar más que con un buen show, me paré como diciendo quiero, carajo, y quiero retruco también. Y entonces sonó la campana. Clank. Sonó pequeña, como si quisiera llevar al ring a los boxeadores, a los contendientes que, todavía no lo sabían, ya estaban destinados. Pregunté al aire qué fue eso y no tuve respuesta: frente a la mesa de truco mi maniobra parecía una vana distracción. Sin embargo dejé mi última carta boca abajo, secreta y di media vuelta para acercarme a la mesada. Me asomé, poco concentrado: de alguna forma el sonido sí me servía como una jugada de suspenso. Sin embargo, pronto, la vi. Estaba en un rincón, la rinconera. Estaba en su esquina, la contendiente. Y el ángulo era el evidente y entonces vi como en retrospectiva los pasos de la batalla: la muy guacha había caído del techo y había ido a dar con su cuerpecito justo al único lugar que alertaría al enemigo. Estaba inmóvil. Siempre me pasa así, con las arañas. Un reflejo me llama: algo se mueve. Y yo miro o me acerco y el bicho clavado al suelo, estatua, réplica.Alguna vez pensé que son astutos, los insectos, y saben cuándo los observan ojos enemigos. En ese momento pensé sin embargo que tal vez era yo el lento, que no sabía mirar más que con flojos reflejos. La música de aliento todavía sonaba de fondo. Y yo me sentí entonces parte de un nuevo deporte olímpico: fauces versus ojota, la batalla final.

La casa tiene un gran ventanal que, por las noches, funciona como un televisor. El marco es nuestro límite y la luz nuestro proyector: cualquiera que desde lejos mire, sabrá de nosotros. Sabrá que primero me agarré la cabeza como diciendo cagamos: qué grande. Sabrá que luego, en un movimiento torpe, levanté la pata y tomé de mi pie el arma: qué habilidad, la del humano, la de ver armas en todo lo que pueda tomarse con una sola mano. Sabrá, quien mire, que el primer golpe lo erré. Y que la araña huyó y cayó, pronto, bajo la heladera. Esto no lo sabrá, quien mire, porque ya forma parte de nuestra intimidad. Hay algo intransmisible en el encuentro de los duelistas: unas miradas que no tiene nombre, unas palabras que no fueron inventadas todavía.Apareció, una vez más, el bicho malherido porque, supe entonces, el primer ojotazo no había sido del todo malo. Buscaba otro lugar porque esa zona del electrodoméstico, adivino, estaba incómoda, pequeña o caliente. Como sea, salió de nuevo al campo de batalla. Y entonces nos vimos: saber qué habrá pensado la araña cuando puso sus ojos en los míos quedará en todo caso para el terreno de la invención. Lo cierto es que yo puse mi arma en el aire y ella habrá alzado la suya también. Aunque es definitivamente la araña más grande que vi, la diferencia de tamaño era considerable. Y entonces mi artefacto cayó sobre ella duro como lo impostergable. Quien viera la televisión entonces vería caer tres veces la espada de Damocles sobre un enemigo inaccesible: la pantalla analógica de nuestra casa no llegaba a mostrar el suelo. El segundo rebote contra el piso me pareció necesario en el momento porque el bicho todavía movía las patas.

El tercero estuvo de más.

Sentí, por primera vez, que mataba. Ya había pisado bichos. Los había estrolado contra la pared, contra el piso, contra su propio cuerpo. Pero lo había hecho como un trámite, como una liviandad. Esta vez sentí por primera vez que tomaba lo que no correspondía, lo que me excedía, lo que no tiene nombre. Lo sentí en sus ojos que no vi pero inventé: ver, en realidad, es también inventar.

Me senté en la mesa redonda como quien vuelve a su rincón en el cuadrilátero. No creo, pensé entonces, que los medallistas olímpicos se sientan así. Debía haber plenitud donde en mí había vacío. Y no por haber matado. Asumo, en todo caso, que vivir es conquistar y que conquistar es matar. Más bien me sentía atrapado en mi propia cultura: ni siquiera pensé en otra cosa mientras caía mi ojota, necesaria, contra el piso. Era mi tarea, eliminar al intruso.

Los bichos como esos atacan solamente cuando algo los amenaza.Cuando algo se mete con su cuerpo o pasa demasiado cerca de ellos: entonces, atacan. No atacan a quien pasa por la otra punta de su campo de acción ni tampoco a quien le guardan asco. Mientras levantaba mi carta de la mesa pensé que, después de todo, el humano es igual. Mata solamente a quien se mete con su cuerpo. Pero tenemos, nosotros, un cuerpo protésico y ampliado que excede nuestra carne y toma todo. Toma las cosas que construimos, creamos y pensamos: esa es nuestra frontera también. Y cualquiera que se pise el terreno de nuestro mundo civilizado será aniquilado o adoctrinado: pisá el cemento y el ladrillo y el peso de una ojota caerá sobre vos.

Frente a mí, la voz insistía: “¿vale cuatro?”. Su carta última ya estaba revelada y la mía todavía latente. De fondo los rusos cantaban en loop su canción de aliento. Yo levanté de nuevo la mano que empuñó mi arma y que ahora empuñaba, de nuevo, un artefacto y tiré la carta, revelada u oculta, sobre la mesa.

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