Que la gente crea: no hay motivos para creer

Patricio Cerminaro
11 min readJan 13, 2021

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Afuera hay una quietud de muerte. Yo estoy en un punto medio: justo debajo del espacio que separa casa de mundo. Apoyado sobre el marco de la puerta doy un suspiro largo. Frente a mí un pequeño palier de ladrillo es tránsito hacia la tierra y de la tierra a la piedra y de la piedra al silencio: en esta zona del mundo nadie parece estar atento. Detrás de mí se oyen las voces extasiadas de un relator en punto de ebullición. Pienso que podría haber ido a tomar aire a la ventana del baño. Desde allí se ve el televisor. Desde acá sin embargo estoy mejor: el aire me llena más. Doy otra bocanada de montaña y vuelvo como para ver.

Frente a mi un hombre ensaya la coreografía del suspenso. Su mano derecha está sobre su oreja. La otra estirada como diciendo aguarden. Como diciendo aquí mando yo. Malas noticias, buen hombre: pronto sabremos que no es así. Correrá pronto -lo adivino- a ver en su pantalla una repetición, un fragmento del tiempo. Y lo despojará de sus cualidades: una y mil veces verá las repeticiones distorsionadas y distorsionantes de un cuerpo que cae como baleado.

“No fue penal” digo al aire y una voz me responde “fue”. “Yo creo que no” comento y doy media vuelta para volver a la puerta. Detrás de mí el hombre de la televisión me da la razón y el suspenso nos congela a ambos: frente a la evidencia el árbitro todavía duda, como si el suspenso necesitase más suspenso, más tensión. Frente a mí todavía hay calma y siempre la habrá: esa araña que camina apurada frente a mi no sabe de pasiones o tendrá en todo caso las suyas: tan inexplicables como las nuestras. Eso que allá a lo lejos se mueve como una sombra no sabe que a varios cientos de miles de kilómetros de distancia ocurre algo que puede verse aquí, en este rincón del mundo: la sombra de allí no sabe de la maravilla de la tecnología.

“De qué maravilla me hablás” digo al aire como si alguien me hubiese preguntado: tal vez estoy demasiado absorto en mis pensamientos. Despotrico, entonces, porque la televisión basura enseñó que el fútbol se vive así: en situación de indignado. No estoy de acuerdo pero insisto: después de todo soy otro alienado.

“Ninguna maravilla, el var nos hizo mierda”. Frente a mi la voz tiene que adivinar a qué le estoy respondiendo y dar alguna respuesta más o menos lógica. El árbitro ya está por volver a la cancha y la novedad se le nota en la cara: si quieren penal vayan a buscarlo a Ezeiza, aquí no ha pasado nada.

“Es muy difícil así”, comento en el aire. “Por qué”, me pregunta el aire. “Porque el gol lo hiciste… lo hiciste y te lo sacaron, ¿cómo volvés al partido?”.

— Volvés

— Cómo

Trato de explicar que el gol es como una descarga y que lo que se da no vuelve: en el grito se van los ánimos, los deseos, se desplaza largamente un sentimiento postergado una semana, el derechazo casi errado es un “¿podremos?” y el grito es un “pudimos”. Digo para adentro o para afuera -ya no sé, me pierdo entre tantas voces- que es muy difícil volver a partido después de cinco minutos de suspenso, después de otros cinco minutos más de un penal que no fue. La voz me explica que tienen que volver. Que no hay opción. Que es un deporte de alto rendimiento y hay que prepararlos. “Cómo” pregunto haciéndome el canchero: “¿cómo entrenás para esto?”. Ninguno de los dos sabe. No lo digo pero pienso que ella tiene razón.

Un deporte maquinal necesita de jugadores maquinales. Y aquí estamos: veo el fútbol de esta noche y no sé bien lo que veo. Veo nacer, de entre las líneas verdes del offside y el rectángulo imaginario que el árbitro dibuja en el aire, un deporte nuevo. El mismo deporte que necesita hombres que no se quiebren: que jueguen. Aquí hemos venido a impartir otras cosas: belleza ya no. Hemos venido a distribuir justicia, tal vez, transparencia, tal vez, un producto, tal vez. Y entonces que no se quiebren, los muchachos. Que no duden, que no sufran, que no gasten lo que no debe ser gastado, que no hagan más que ir para adelante: que cumplan su papel en el juego. Unos atacan y otros defienden: es sencillo el juego. Que hagan las cosas limpias o el sistema se encargará de limpiarlas. El mismo sistema que -ya ni sé si fue antes o después de esto- no mostró la expulsión de un jugador. No importa: ocurrió. El ojo lo ve y entonces confiemos. El mismo sistema que después del segundo gol todavía marcaba un 1 a 0 en la pantalla: no importa, pienso, el sistema también falla pero se rectifica. Esa es su cualidad: la corrección.

El var es el deporte de la corrección. Viene a decir no cómo son las cosas sino cómo deberían haber sido. Y entonces interviene. Ya no es performático, el juego, sino que es calculado: como un guion que se escribe en el acto y debe cumplirse.

“Hagamos una simulación” digo entonces. O tal vez lo pensé. Como sea. La idea me parece perfectamente razonable: compremos una máquina carísima y démosle play a la danza de la repetición. Una vez, mil veces, un millón de veces: que gane el mejor algoritmo. Si así va a ser más fácil: incluso el árbitro podrá estar tranquilo. No se va a equivocar, eso es seguro. Cómo podría equivocarse alguien que ya no está ahí.

De golpe me asalta una incoherencia y esta vez la digo al aire, “¿está cerrada la ventana del baño?”. Lo digo porque hay un imaginario de que estas cosas se ven o no se ven: que no puede hablarse más que para comentar qué bien el cuatro, qué proyección que tiene. Y es mentira: la vida se vive en tránsito de otras vidas. Y entonces esto es importante: cerrarla o no significa establecer si los bichos de la zona podrán o no entrar a la casa. Y no podrán. Está cerrada, me dice la voz y me quedo tranquilo.

Pienso que sería bueno salir a tomar un poco más de aire: viene bien oxigenar los pulmones cuando el cuerpo está en tensión. No puedo, sin embargo. Me encuentro, de golpe, inmóvil. Estoy en un punto cualquiera del cuarto con las piernas abiertas y largas y los brazos cruzados. El televisor está alto así que tengo la cabeza inclinada levemente hacia arriba. En una ensoñación me veo desde afuera y lo que veo es un tipo que disfruta: noto entonces que disfruto. Después de todo el partido invita: no hay nada más emocionante que ver aquello que, se sabe, no va a ocurrir. Se me viene a la mente esta idea de Borges que no puedo recordar bien, ¿cómo era? esto de que la experiencia estética es aquella resolución que no se termina de revelar, la tensión que crece y crece y sin embargo…

Entiendo entonces que River no va a hacer el gol. Y no debería hacerlo.

Quedo absorto. En ese hombre que vi de afuera, con los pies abiertos y los brazos cruzados deseo ver un niño. Por primera vez en mi vida siento que me gustaría ser un niño futuro, un inocente de diez u once años. El mismo inocente que alguna vez he sido: he visto largamente los partidos de otras épocas diciendo qué épocas. Y ahora me encantaría estar allí de nuevo: quisiera tener los ojos paralizados viendo la repetición de esto mismo. Ser ternura nueva. Estar allí, frente a fragmentos de historia y entender por primera vez cómo se sienten las cosas grandes.

Quiero ser el nene que observa el partido repetido como diciendo acá hubo épica sin entender muy bien qué es la épica. El mismo nene que esa noche dormirá tarde pensando “¿tendré para mi algún momento así? ¿tendré para mi la versión cruda de un momento de la historia?” y que por dudar no se duerme y que por no dormir duda más y que por dudar piensa más e imagina, fábula, adivina futuros posibles que no le pertenecen. Y que entonces a la mañana siguiente no puede abrir los ojos: el chico se desveló y ahora no puede más que soñar. Cinco minutos más, pedirá y se los otorgarán. Tal vez ese tiempo le alcance para ganar una Copa Libertadores: qué breve es el tiempo de la mente. Y probablemente si pide cinco minutos más le alcance para ganar la segunda. Y entonces seguirá postergando lo inevitable hasta que en un momento su mamá le diga ya no, ya no más, vamos, a despertarse. Así me siento también un poco ahora: como pidiendo cinco minutos más de esto que se parece a la historia.

“Cuánto falta” me pregunta la voz y me trae de nuevo a esta habitación de ladrillos. No necesito ver la pantalla para saber que faltan cinco. Lo anuncio y tengo razón. Y entonces no hago más que entender: no hay tiempo más allá de acá, el partido termina y este nuevo deporte es implacable. Mientras disfruto pienso y mientras pienso disfruto: veo frente a mi la emergencia de la época del var. Y pienso en qué estarán diciendo en Twitter: seguramente estarán indignados. Ellos se criaron como yo, en el panelismo y la exageración. Por eso justamente prefiero tener el celular lejos.

Yo no soy tan tremendista ni nostálgico. Solo pienso que debemos involucrarnos: si el var es el nuevo paradigma aceptémoslo o rompámoslo. Veamos lo nuevo como lo nuevo que es: algo donde ya no importa lo bello o lo feo sino lo cierto o lo falso. Y decidamos entonces si eso nos representa. Yo, por lo pronto, no voy a hacerlo ahora: quiero soñar estos cinco minutos extra. Y sé exactamente cómo terminarán. Igual que terminan lo que pudo haber sido pero no: con un jugador enganchando al borde del área y tirándola a la tribuna.

Cuando el árbitro pita casi me parece extraño: para qué necesitamos silbato si tenemos altoparlantes. Pienso que pronto ya no lo necesitaremos y me olvido del tema por un rato: como un interruptor de la mente el pitido me indica hasta dónde puedo pensar en fútbol y hasta donde no. Y ahora ya no. La vida sigue igual que sigue afuera: en esta quietud no parece haber novedades.

Mientras voy al baño pienso que tuve algunas buenas ideas. Pienso que podría entrar a Twitter y escribir una o dos. Me convenzo de que no: que si entro voy a querer leer y que si leo ya no voy a tener mis propias ideas sino las de otros. Resuelvo que tengo que quedarme con las mías, que por más malas que sean me pertenecen.

Pronto tengo un miedo absurdo y es que se me vayan con el pis: como si descargase la condensación de los momentos en un líquido trato de postergarlo lo más posible. No aguanto tanto y sin que me dé cuenta ya tiré la cadena: las ideas, lo confirmo en un rápido repaso, siguen ahí. Pienso entonces que debería escribirlo: rejuntar todo esto en notas de WhatsApp y cronicar mi experiencia. Como si a alguien le importara: así me boicoteo. Asumiendo que nadie lo va a leer: así boicoteo el boicot. Tomo un par de decisiones: escribir en presente, escribir en primera persona. Pienso que odio a todos aquellos que hacen de su vida un relato. Y me miento para adentro: esto no es un relato, esto es ficción. Me insto a escribir algunas cosas ciertas y otras falsas: despistar, le dicen. Me insto también a escribir alguna línea que confunda al lector: que por tan obvia termine por mezclar los márgenes entre lo verdadero y lo falso. Igual que se confundieron hace un rato las situaciones en la repetición: como cuando se dice una palabra una y mil veces, en la pantalla las jugadas pierden su sentido en su eterno retorno en cámara lenta.

Vuelvo del baño y anuncio en voz alta: la ventana estaba abierta, ya la cerré.

Ya en la cama repaso mentalmente ideas y opciones para el texto que voy a escribir. Saco el teléfono para tipear algunas y los mensajes acumulados me hicieron vibrar la mano como si vibrase la casa. A algunos les digo “sí, qué pena”. A otros les respondo “un robo” con fingida indignación. A un amigo le digo que ustedes van a ganar mañana y les deseo suerte. Pienso en explicarle que no se tiene que preocupar, que Boca va a andar bien porque necesita concentración y nada más. Pienso en decir que lo de ellos es fácil porque juegan a eso y que lo nuestro es distinto porque jugamos a la creatividad. Y la creatividad incluye la concentración pero no solo eso: pronto me arrepiento porque siento que la idea es inconducente. Me encapricho y sigo, “¡la creatividad es belleza y la concentración es sólo un comportamiento utilitario!” escribo y borro. Me reprocho: ¿quién carajo me dio la balanza emocional?

Rectifico lo que escribí e insisto: mañana ganan. Trato de pensar en otra cosa y lo logro: en la televisión todos lloran y pienso, upa, cómo pega el River de Gallardo. En realidad están emocionados porque Vicky Xipolitakis fue eliminada de Masterchef: otra que simulaciones. Pienso en hacer zapping pero mejor no: en todos lados van a estar repitiendo el partido y para qué volver a verlo.

Trato de cerrar los ojos. No puedo, no me concentro: tal vez la concentración se me está quejando por haberla menospreciado. Le pido perdón y noto que estoy empezando a desvariar: ahora hablo con los sentimientos. Me levanto rápido de la cama. Cuando tomé aire me hizo bien, voy a volver a probar. Abro la puerta y me pongo de nuevo en esa posición que no es adentro ni afuera. Frente a mí el turno noche de una línea interminable de hormigas camina su camino cargando cosas. Pienso en por qué lo hacen. Lo hacen porque creen: así resuelvo. No importa en qué: creen. La idea no me convence pero la palabra me trae un eco del tiempo y entonces me acuerdo de algo que pensé a la tarde.

Yo leía las redes sociales y todos repetían: que la gente crea porque tiene con qué creer. Y pensé entonces que me hubiese encantado que Gallardo saliera y dijera su negativo, su opción simétrica: hoy la gente debía creer porque no hay motivos para hacerlo. Me hubiese encantado porque es lo que pienso: solamente cuando no hay motivos es cuando la creencia es verdadera. Solamente en la orfandad hay espacio para eso; el vacío es la tierra fértil de algo como la esperanza.

Y entonces tuve una idea bastarda. Se me cruzaron los cables. Y en la oscuridad de la noche de luna, vi. Vi el deporte y creí: creí que -por qué no- la simulación que conjeturé acababa de ocurrir. Imaginé que frente a mi tuve sólo una de las millones de versiones del partido, repetida en mi televisor, frente a mis ojos, imposible y sin embargo visible, digital. Entendí por qué la tarjeta roja no se había visto: el sistema a veces falla. Entendí porqué el segundo gol había tenido una existencia real no reflejada en el marcador: el sistema también se retrasa.

Entonces, temí: si el partido ya había terminado por qué sigo yo acá. Di unos pasos más adelante y a mi alrededor la realidad se me arremolinaba: como la evidencia de lo imposible empecé a creer que todo formaba parte de una simulación más grande, más potente, más eterna. Di unos pasos más para ver bien el cielo, lejos de las luces de la casa. Busqué una grieta, un detalle, un pixel mal configurado: busqué cualquier evidencia. No se cuánto tiempo habré pasado allí, a la intemperie. Sólo sé por qué volví a entrar. Desde adentro de la casa la voz me preguntaba: “¿vos volviste a abrir la ventana?”.

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