Un guion es una cosa inútil

Patricio Cerminaro
4 min readFeb 3, 2021

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Hay un instrumento, quizá lo conozcas, que se llama televisión. Es cosa antigua, ya, antiquísima. Y sin embargo resiste: de las cosas de antes está hecha la vida. Las promesas, que son tan lindas, no sirven para nada: ¿quién carajo construyó alguna vez una casa con promesas? Lo que es viejo es lo material, lo que es viejo es lo que nos funda y a mí me fundó la tele. Me fundó porque de chico era mi fondo, lo que estaba detrás, algo así como la voz en off de mi vida: así es como me fundió, también. Me fundió algunas ideas y me dio otras: el balance, en todo caso, quedará para lo íntimo; en este tiempo en el que lo íntimo parece prohibido. Eso también es en parte culpa de la tele.

Lo que no es su culpa, en todo caso, son algunos detalles como estos detalles. Caía la lluvia de verano en esta noche fresca. Aquí, las noches son frescas. Y caía entonces el agua como guardiana de sí misma: defendiéndose del aire puro caía, como queriendo abarcarlo todo. Y sobre el techo de chapa insistía, como si nos buscara a nosotros: quería mojarnos, la muy guacha. Y nuestra casa resistió porque esa sí es su promesa: lo que no está hecho de la materia futura es muy útil, sin embargo. Nos cubrió bien, el techo, y se lo agradecemos. Le reprochamos en todo caso su ruido, que no es su culpa pero sí su propiedad: discutiremos otro día, en todo caso, si las cualidades de las cosas son también las cosas mismas.

Cuestión que de tan fuerte nos ensordecía, el asunto. Y la película que teníamos enfrente se volvió más tentadora. De tan mala había sido una buena radio para nosotros, los que sin mirar oíamos. Pero ahora que ni oír podíamos la imágen se había vuelto interesante: curioso es cómo las cosas se transforman cuando se prohiben. Y ahora el sonido prohibido por la lluvia nos dio imágenes de colores.

Era mala, insisto, la película. Vista, sin embargo, en lo mudo de nuestra imposibilidad ganaba en algunos detalles cómicos. Qué simpático ver gritar a los jóvenes que escapaban de ¿qué? quién sabe. Gritaban y corrían y corrían y gritaban y dirían sus cosas que no entendíamos pero nos llamaban la atención. Pronto, como somos animales curiosos, quisimos saber más y entonces terminamos por saber menos. Porque prendí los subtítulos con la teclita del control remoto y como un servicio promocional se me ofrecieron frente a mí no uno sino dos subtítulos. Superpuestos. Dos subtítulos superpuestos y la lluvia que paraba. Y se callaba, la lluvia y el techo. Y entonces teníamos para nosotros dos subtítulos superpuestos y las voces ahora audibles. Y entonces tres discursos teníamos y, mirá qué cosa, tres discursos distintos también. Porque el que hablaba decía lo suyo. Y el que escribía el primer subtítulo, el más nítido, escribía algo parecido pero no idéntico. Y el tercero, para sorpresa, contaba por detrás palabras similares pero, de nuevo, no idénticas. Frente a nosotros teníamos una tríada de sentido construido desde la misma materia prima pero traicionado por la traducción: ay, qué tragedia, la traducción.

Y entonces no sabía qué leer, yo, qué entender, yo, qué línea seguir. Porque además son magnéticos, los ojos y son fácilmente seducibles: una vez vista la desviación quise más, me obsesioné, busqué desesperado las discordancias y contrasté las veces que coincidían los subtítulos pero no la voz o la voz y un subtítulo pero el otro no. Ah, qué agotador. Y qué interminable, además: porque detrás de esos discursos había otro, tácito, el previo y original, hablado en un inglés que jamás escuché pero imaginé. Y detrás, o superpuesta, la imagen. Y detrás y definitivamente traicionado, el guion: jamás otro objeto fue más inútil como un guion, más olvidado, más descartable. Y sin embargo ahí estaba: podía verse en el relieve de los diálogos contradictorios y superpuestos.

Pensé que las cosas no ocurren así: que las cosas son y son. No tuve ni tiempo de pensarlo porque se me evidenció la contradicción, frente a mí. En mi teléfono, que nunca dejé de tener en la mano, se me evidenció. Vi mi teléfono y nuestros cuerpos echados, uno al lado del otro. Vi mi vida, la íntima. Y mi vida, la pública. Una en mi cuerpo y las sábanas que nos unían. Y otra en mis dedos y las cosas que elijo contar. Y otras vi, porque así son las cosas cuando se desencadenan: imparables, tal vez. De mis dos versiones del yo vi otra: yo, con mis padres. Y otra: yo, con mis amigos. Y otra: yo, con un extraño. Y otra: yo, solo. Y otra: yo, el año pasado. Y otra: yo, escribiendo esta historia. Y otra: yo, futuro. Todos hechos de lo mismo, todos convivientes, dueños por igual de un mismo cuerpo, dueños también secretos tan profundos que por profundos son inaccesibles. Yo soy también esa inaccesibilidad. La inaccesibilidad del guion, que no está pero está.

El mismo guion que, frente a mí, se repetía triplicado, cuadruplicado ya, porque hablábamos de eso y entonces éramos, frente a la pantalla, otra parte de la trama. La trama completada: el espectador. Y sumé otra, entonces: yo soy también lo que veo de mí. Y lo que no veo. Como no vi esa noche que por tanto tiempo encendida la televisión anunciaba su alarma: el dispositivo se apagará en treinta segundos. Eso también es el relato. Y eso también me pasará a mí: alguna vez seré ese que pronto se apagará.

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